"Espero que este tipo no robe en su casa ni en la mía. Espero que no tenga usted la mala suerte de que eso ocurra". El inspector de Policía apretó los dientes y salió del despacho del juez que acababa de denegarle unas escuchas. Sobre la mesa le había dejado decenas y decenas de antecedentes del ladrón y tres identificaciones por huellas tomadas en las tres últimas viviendas que había desvalijado. Pero ninguna era la casa del juez, de forma que no le pareció suficiente para motivar las intervenciones telefónicas.
El inspector que me contó este episodio puso meses después a disposición judicial al delincuente, un bragado madrileño con un historial que rellena varias páginas y que de nuevo está en libertad. Su respuesta al fiscal a punto estuvo de salirle cara. "Normalmente te callas, pero es que lo teníamos, solo necesitábamos un par de teléfonos. El grupo estaba bajo mínimos y con poca moral ya".
Es la vieja historia en la que, a veces, los investigadores parecen ir por un lado y algunos fiscales y jueces por otro. Tan lejos tan cerca. Esta misma semana un mando policial me contaba con un deje de amargura y frustración dos situaciones mucho más graves de dos investigaciones de enorme calado que aún están abiertas.
Y la última de "juzgado de guardia". Otro grupo de policías necesitaba desesperadamente ver siquiera de refilón el rostro de un desalmado, pederasta, violador, una mala bestia. Las declaraciones de las víctimas no servían para elaborar una descripción física siquiera aproximada. No tenían huellas ni ADN ni casi un hilo del que tirar. Tras revisar calle por calle sin encontrar una sola cámara, al fin dieron con un comercio que sí la tenía. Hablaron con el dueño, esperanzados. "Lo siento, agentes, la tengo apagada. Enfoca hacia afuera y graba 60 centímetros de la acera. Me denunciaron y un juez me puso 12.000 euros de multa. La cámara está pero ya nunca la conecto". Con esas palabras sepultó la última esperanza de una imagen que quizá, solo quizá, podría salvar una vida.
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