lunes, 19 de agosto de 2013

BECARIOS DE RAZA

Fiesta con mis exbecarias y alumnas. Todo no iba a ser trabajo 
Empieza el verano y un becario se acerca tímidamente a tu mesa para ofrecerte ayuda. Una mirada, la forma de revisar las montañas de papeles que se amontonan junto a tu ordenador, las preguntas sobre el teletipo que no deja de revisar, las salidas que propone, los temas que busca aquí y allá... pequeñas pistas que delatan al becario de raza, al que sabes con certeza que será un periodista de raza. Percibes que le mueve la misma adrenalina que a ti en cuanto una noticia huele a noticia y sientes, una vez más, la certeza de la elección, la magia que te lleva año tras año de la mano por el oficio más bello (o quizá eso pensarán todos los que aman el suyo). 

Nunca he entendido a esos compañeros que reniegan de los becarios. Yo lo fui, me siento orgullosísima del trabajo que hice y fue esa entrega la que me abrió las puertas de ABC para convertirme en la redactora que soy hoy. La calle es la que te proporciona el andamio, la que te fragua, pero sin haber atendido al maestro, al compañero que fue generoso y compartió su oficio contigo el esqueleto no es el mismo. Ahora ya casi no hay tiempo para enseñar y guiar a los que llegan; todo es prisa, Internet, primicia (demasiadas me parece a mí para ser reales), temor a que te muevan la silla y, sin embargo, cada verano, se renueva la savia de una redacción. Cada año aparecen uno o varios aprendices dispuestos a dejarse el pellejo, a entregarse a su gran reportaje como al primer novio; a quedarse hasta que se cierra la última página y se supervisa cada párrafo aunque pierdan el último autobús o su firma no aparezca ni en los títulos de crédito de la fotocopiadora... A mí estos periodistas, amantes de las palabras, me siguen emocionando igual que el primer día.

Vuelvo hoy de vacaciones y mi negociado sigue pendiente del desgraciado caso de Marta del Castillo y los testigos del accidente del tren de Santiago. Pero mañana es 20 de agosto y se cumplen cinco años del espantoso siniestro de Spanair en Barajas. Inevitable acordarme de esos cientos de familias partidas por el dolor, de la dureza de acero de esos días, de las jornadas de trabajo agotadoras y cómo no, de los becarios. Gracias a ellos, unos cuantos en especial que ya son grandes redactores, pudimos sacar adelante el periódico. La redacción estaba más diezmada que nunca, la sección de Nacional igual; se preveía una semana tranquila pero a las tres de la tarde empezó la movilización general. 

Casi ninguno había cubierto un suceso; por supuesto, ninguno había escrito sobre una tragedia, cuya gestión de comunicación (con la ministra Magdalena Álvarez al frente) fue la peor que recuerdo en toda mi carrera. No importó. Los becarios suplieron el oficio que les faltaba con dedicación absoluta y logramos entre todos (ese año también había becarios de raza) que resultara un trabajo digno. Algunos lloraban al volver de los lugares donde siempre anida dolor, pero se sentaron en el ordenador y escribieron sin parar. Hace menos de un mes la historia se volvió a repetir con el tren de Santiago, aunque agosto aún no nos había estallado en las manos y en las vacaciones y la redacción mantenía un pulso superior.

Algunos de todos estos becarios de los que hablo han sido alumnos míos en los últimos cuatro años. Cuando escriben una buena pieza o logran que mi trabajo sea más fácil y más grato los miro a los ojos en busca de la raza. Y la sigo encontrando. Agosto se convierte entonces en un voto de amor renovado a esta maravilla de oficio: el de los contadores de historias.