Antonio Losilla |
Pilar Cebrián, Sonia Iglesias y Marta del Castillo jamás se conocieron. Tienen en común solo su trágico final y la perpetuación en el tiempo del dolor añadido para sus familias porque sus cadáveres no han sido encontrados. El asesino de Marta está en prisión, condenado en firme. El presunto de Pilar, su marido, también duerme entre rejas pero aún no ha sido juzgado y el que era esposo de Sonia disfruta de su libertad, aunque imputado por la desaparición de su pareja. Ninguno ha confesado dónde están los cuerpos de ellas. Su selectiva memoria les alcanza únicamente para zafarse de responsabilidad. Solo Miguel Carcaño, que mató a Marta, ha colaborado tras cambiar media docena de veces sus palabras. Pero esa cooperación tardía, incompleta tampoco ha servido.
Imaginen a un grupo de policías (tres grupos en realidad) dejándose conocimientos, empeño y vida en buscar a esas víctimas, en devolver siquiera la dignidad de la sepultura conocida. Imaginen por un momento su desazón, su frustración, su impotencia... Imaginen, no es difícil, a los padres de la niña rubia de ojos azules tras cinco años de mentiras; a los de la vital y entregada madre de Pontevedra (Sonia), que fue a trabajar y nunca más volvió; imaginen a la familia (una parte) que no concibe la muerte de Pilar y mucho menos que se marchara con unas amigas, como sostuvo su pareja.
Cuando la oscuridad ensombrece una investigación, si quienes están detrás responden como se espera de ellos buscan puertas, resquicios, cualquier hilo al que seguir aferrados. Me consta que en estos tres casos todos ellos cumplen esa condición. De ahí, la prueba que ya se ha llevado a cabo en uno de los tres crímenes y que se solicitará en los otros dos. Se trata del potencial evocado cognitivo (P300) en busca de la huella neuronal. En teoría hay una memoria acumulada sobre hechos relevantes. Al observar una foto o un texto clave se produce una respuesta cerebral y la altura de la onda es más grande. Si quien se somete al test ha estado en el lugar de un crimen o ha atacado a la víctima, en teoría esa onda se alterará porque el hecho ha quedado grabado en la memoria. Habla el cerebro sin que la persona despegue sus labios.
Miguel Carcaño |
No es una prueba de investigación criminal, sino de diagnóstico neuronal pero con posibilidad de ser aplicada a casos como los descritos. En Estados Unidos, por ejemplo, este análisis forma parte ya de numerosos procedimientos judiciales. Al marido de Pilar, que confesó haber matado y descuartizado a su esposa (luego lo negó), se le realizó en diciembre. Se le mostraron decenas de fotos con frases intercaladas para detectar variaciones. Los resultados analizados no se conocen, dado que el juez de Violencia de Género de Zaragoza que autorizó la prueba mantiene el secreto de las actuaciones.
A esa misma esperanza se aferra la familia de Sonia Iglesias, que está decidida a solicitarla. En su caso, el hijo de la víctima convive con el imputado que jamás ha reconocido los hechos. Los investigadores solo le barajan a él como autor tras decenas de pesquisas. La juez no se ha pronunciado. Tampoco lo ha hecho, el magistrado que instruyó el crimen de Marta del Castillo. La Brigada de Policía Judicial de Sevilla no se rinde. Sigue investigando y sigue buscando el cuerpo de la menor. Ahora quieren que Carcaño se someta a la P300. Están convencidos de que por fin el autor no miente, pero no recuerda con claridad el lugar donde, según él, enterraron el cadáver él y su hermano (absuelto).
Los abogados defensores cuestionan no solo la validez y pertinencia de la prueba sino su legalidad. "Rebuscar en el cerebro supone una intromisión que atenta contra un derecho fundamental", alegan. Quienes investigan, ven en cambio un atisbo de salida. "La investigación se complica cuando no aparece el cuerpo y se corre el riesgo de una absolución o una rebaja de la pena. Los cadáveres hablan. Si no los tenemos, el silencio puede cubrirlo todo".