Allá donde estés, te doy las gracias. Lloré cuando te ejecutaron esas malas bestias. Lloramos todos. Tuve el corazón en la boca en esa agonía de 48 horas, que luego fue aún más larga y dolorosa. Lo tuvimos todos. Yo creo que la muerte nunca sirve para nada, salvo para supurar dolor y pérdida. Nos consolamos pensando que de algo valió, en este caso la tuya. La catarsis social, política, todo eso tan dicho y tan aireado por tantos. El pretexto, el aldabonazo que nos hace detenernos y girar la cabeza. La reflexión, las preguntas y a veces las respuestas.
Ese 10 de julio en el que tú ibas a trabajar y seguramente pensabas ya en tus vacaciones, yo andaba muy perdida. Con mi licenciatura de Periodismo bajo el brazo y alguna incursión profesional, había tomado la decisión de dejar de ser periodista. Fíjate, no había esta crisis y esta desesperanza profesional para muchos, pero mi determinación era clara. Había que pasar por el inevitable trance de trabajar gratis para abrirse camino y siempre he pensado que eso atenta contra la dignidad de uno. Como no se me daba mal la hostelería y ya tenía cierta experiencia, había elegido ese camino. Pero algo explotó cuando vi tu ataúd, tu cara, tu valor al enfrentarte en los plenos del Ayuntamiento a las bestias; cuando vi a aquellos millones de personas rebelándose y a decenas de compañeros míos narrando todo ese dolor, toda esa rabia, toda esa injusticia...
Ese día, el día que te mataron, el día que tú conseguiste hacer hablar al silencio, decidiste involuntariamente mi futuro. Y volví a ser periodista, contadora de historias, lo que había soñado desde niña, aquello en lo que había puesto tanta voluntad y tanto esfuerzo. Esa misma noche redacté mi currículo y mis cartas de presentación. Dos meses después, me admitieron y me becaron en ABC. Y aquí sigo. Contando historias, con mayor o menor fortuna. Una buena parte de esa fortuna te la debo a ti. El dolor que cambia vidas, que cambia el mundo. Gracias, Miguel Ángel. Allá donde estés, para ti la PAZ.