Módulo de una prisión tipo |
Me impresionan las cárceles. Cada vez que he acudido a una por trabajo he salido devastada. Las puertas metálicas que se cierran a tu espalda con un angustioso click, los olores, el desvarío asomando por muchos ojos, la incertidumbre no ya del futuro sino de las 24 horas siguientes, las historias que se susurran, las penas que brotan a borbotones, los expedientes que encierran los armarios, los patios, espejo solo espejo de aire, sol y libertad... Quizá sea una blanda, pero no concibo que nadie pueda ser un poco feliz ahí dentro. Y sé, sin embargo, que es el lugar que corresponde a casi todos los que están: casi 67.000 la semana pasada, el 92 por ciento hombres.
Algunos son bestias salvajes que han arrancado el horizonte a cientos de familias; otros torcieron su vida y ya no saben si serán capaces de enmendarla, muy pocos han acabado en prisión por error, pese a que esto se repite como un mantra cada vez que hablas con un interno. Llevo 17 años contando los peores crímenes, buceando en la miseria humana y tratando de tú a tú con el devorador dolor de las víctimas. No voy a defender que el Estado no castigue a los culpables, jamás, pero me aterra la imagen que a veces se proyecta, desde el absoluto desconocimiento y el lugar común, sobre los centros penitenciarios. Esta semana, tras la entrada de José Ortega Cano, hemos tocado techo. Las 68 cárceles españolas no son hoteles de lujo, es falso. Ninguna lo es. Son lugares donde se ha intentado, en unos más y en otros menos, que los reos vivan con dignidad y en los que también con mayor o menor fortuna se apuesta por la reinserción.
Higiene, educación, sanidad y algunos entretenimientos, cierto... esos principios de derechos universales con los que a algunos se les llena la boca pero solo a veces. Es falso que haya televisiones de plasma en cada celda, piscinas climatizadas y hasta baño turco, que es lo que les ha faltado decir o escribir a algunos. Sin duda, las prisiones españolas están entre las mejores del mundo. ¿Y qué?, me pregunto. ¿Estaríamos más orgullosos de levantar un Guantánamo o de ver reportajes en los que las ratas corren entre los internos y las cucarachas se encaraman a los platos del rancho? Yo no. Les recomiendo un libro "Penas y personas" de Mercedes Gallizo, que dirigió Instituciones Penitenciarias ocho años. El castigo no debe anular la dignidad imprescindible. Una última reflexión que me regaló hace años entre los muros el director del centro penitenciario de Estremera: "Ningún asesino es asesino las 24 horas; ningún violador es violador las 24 horas". Os dejo un par de enlaces de dos reportajes míos que hablan de otra cara de los verdugos.